Cuando
comencé a investigar el momento histórico del siglo XI, lo primero que
llamó mi atención fue el hecho de que se recordara a Alfonso VI, además de
como rey de Castilla, que lo fue, pero después de serlo, y como añadido, de
León, por la insultante ficción de la Jura de Santa Gadea, en la que
Castilla, puesta a justificar a su héroe, disimula así que, siendo vasallo
de Sancho, se apresurara a jurar acatamiento a Alfonso, en espera de las
prebendas del nuevo rey.
A
principios del verano de 1109 muere en Toledo el Imperator totius
Hispaniae, Alfonso VI -no se pone de acuerdo la Historia en una sola
fecha. Pelayo de Oviedo y las Crónicas Anónimas de Sahagún aseguran que fue
el primero de Julio. Los Anales Toledanos designan el 30 de junio. La
Historia Compostelana, el Chronicon Compostellanum y el Chronicon Gothorum,
citan el día 29-. Fue llevado a su amado monasterio de Sahagún y enterrado
junto a sus esposas, con las oraciones de doce obispos y siete condes que
asistieron al acto.
Sus
restos siguieron las vicisitudes del paso del tiempo: exclaustración e
incendios. Cuando los monjes hubieron de irse, fieles a su señor, confiaron
su custodia a sus hermanas benedictinas, quienes, hartas probablemente de
verlos cambiar de emplazamiento siguiendo los caprichos de la historia, los
guardaron en lugar secreto, pasando la información sobre su ubicación de
una a otra abadesa, hasta principios del siglo pasado en que fue revelada
por un proveedor del monasterio.
No
ha sido justa la historia con el gran rey leonés. El interés expansionista
de Castilla desdibujó su imagen tras la ficción literaria de El Cid,
infanzón muy valioso, pero desmesuradamente ambicioso y mercenario vendido
al mejor postor.
Uno
de los objetivos de mis libros El velo y La única puerta
fue poner en valor las estrategias políticas, militares y civiles de un
gran hombre que, teniéndolo todo, conocedor de las costumbres de una época
en la que las mujeres debían gobernar siempre detrás de “El velo”, no pudo
realizar su mayor sueño, dar un heredero varón a su corona.
Resulta que este rey, además de pasarse la vida –según algunos escritos-
chinchando al muy noble, leal y valiente caballero, Rodrigo Díaz de Vivar, tuvo
tiempo de ser un gran político y un buen militar, en quien sus hombres
confiaban hasta el extremo de enfrentarse a enemigos que los sobrepasaban
en número y armamento.
Por
otra parte, no se limitó a anexionarse territorios, sino que encaró y
resolvió satisfactoriamente el arduo problema de las repoblaciones. De once
sedes episcopales, en su tiempo se pasó a quince y dos arzobispales,
regidas todas ellas por hombres designados por el rey, afines a los
objetivos de su política.
Tuvo
un gran espíritu de sacrificio y cambió constantemente las comodidades de
los palacios por las dificultades de los caminos y campamentos. Viajó para
conocer en primera persona los problemas de sus súbditos. Viajes de lo más
aparatoso, ya que algunos historiadores calculan que se desplazarían con él
un mínimo de doscientas personas, cincuenta carros, mulas, asnos, vacas y
ovejas, más los peregrinos, mercaderes y caminantes que se les irían
incorporando con el paso de los días.
No
hizo uso de sus absolutos poderes a la hora de administrar justicia, y basó
sus sentencias en las antiguas leyes, respetando así las tradiciones y
libertades de un pueblo compuesto en su mayoría por hombres libres.
Organizó
la Cancillería (Curia Regis/Aula Regia) como órgano de gobierno, he
hizo uso de ella, aunque no llegó a estructurarse.
Repartió
equitativamente los cargos importantes entre los magnates de sus reinos,
para conseguir que los castellanos, que le habían prestado juramento con
bastantes dudas en los primeros momentos, se integraran completamente en su
obra.
Mantuvo
a los grandes señores en las regiones más distantes, logrando así una buena
protección de las fronteras y, al mismo tiempo, tenerlos alejados de la
corte, para evitar enfrentamientos entre ellos y con la corona. De hecho, solo
hubo un conato de rebelión, que atajó inmediatamente.
Negoció
con acierto sus casamientos, consiguiendo a través de ellos buenas
relaciones con los reinos cristianos de Europa y, al mismo tiempo,
mantenerse alejado de los intereses familiares de sus señores, al no
involucrarse directamente con ninguno.
Aceptó
y, en muchos casos, buscó el apoyo de sus hermanas en el gobierno, llevando
acertadamente la relación con sus yernos.
Estimuló
y protegió las instituciones relacionadas con el Camino de Santiago,
buscando mejores vías, puentes y hospitales, facilitando así la entrada de
nuevos conocimientos, artesanía, desarrollo económico, arte y material
humano, tan necesario en tiempos de expansión y repoblaciones, logrando al
mismo tiempo el reconocimiento y la proyección de los reinos peninsulares
en el conjunto de los reinos cristianos de Europa, con la que tuvo
inmejorables relaciones políticas, al igual que con Aragón, con Hugo de
Cluny y con el Papa de Roma, buscando su beneplácito en la elección de
obispos, en cuanto fue consciente de su poder.
Logró
lo que a mí me parece lo más difícil, a juzgar por nuestro momento actual,
encauzar las energías de su pueblo. Pero no solo de leoneses y castellanos
–lo cual ya habría sido un triunfo- sino también de gallegos, astures, -¿ástures?-
cántabros, navarros, vascos y francos, haciéndoles olvidar pequeños
intereses y diferencias, para involucrarlos en su ambicioso proyecto de
repoblación.
Y,
además, es muy probable que sacara tiempo para complacer a sus esposas y
amantes, aunque esto no consta en ningún escrito.
Y
a pesar de todo lo anterior y de algunas otras cosas que no he querido
reseñar, por no alargarme, la mayoría lo recordamos por la Jura de Santa
Gadea, y algunos han llegado a tacharle incluso de envidioso o mezquino.
Así será si gentes importantes lo dicen, pero yo no lo vi. Como tampoco fui
capaz de ver motivos serios de enfrentamiento entre Alfonso y El Cid; muy
al contrario.
Hallé
al Campeador viajando junto al rey; participando en actos oficiales y
firmando documentos con el resto de los magnates; haciendo de juez, en
casos que estaban por encima de su rango, por expreso deseo del monarca;
aceptando contento a Jimena, pues ella había sido elegida por Alfonso,
quien quiso así honrar al caballero; recibiendo regalos, como la exención
de tributos de sus tierras; dejando a su hijo Diego al cuidado del rey,
confiando plenamente en que la educación que recibiría sería la adecuada.
Mucho
más tarde, el monarca, quien debería estar –según las crónicas- muy
enfadado con el díscolo vasallo, le cede el gobierno de todas las tierras
que conquiste en el Levante y, al fin, después de su muerte, cuando Jimena
le pide ayuda para mantener la plaza de Valencia, el rey lo deja todo y,
con su ejército, acude en socorro de la esposa de El Cid.
Rodrigo,
a su vez, lógicamente enojado con un monarca que lo ha castigado al
destierro sin, por otra parte, privarlo de sus bienes, se apresura a enviar
al rey la porción de botín que le habría correspondido de haber seguido
siendo su señor; situación imposible si hubiera habido un enfrentamiento
serio entre ellos, pues el vasallo habría quedado automáticamente liberado
de sus obligaciones para con un señor que lo apartaba de sí.
En
vez de estar enfadado porque se ha visto insultado injustamente –y volvemos
a algunos escritos- en su honor de caballero, torna una y otra vez a
postrarse ente Alfonso, quien, curiosamente, lo recibe siempre.
Y
cuando Yusuf, el caudillo almorávide, penetra en la península, haciendo
peligrar la obra del rey, mientras este se enfrenta con el musulmán en
tierras de Badajoz, Rodrigo mantiene a raya a los reyezuelos del Levante,
evitando así que el monarca sea atacado en dos frentes. Y no contento con
ello, más tarde, envía a su hijo Diego con su ejército en ayuda de Alfonso,
decisión que cuesta la vida al muchacho y al Cid la continuación de su
estirpe.
Ha
sido esta una visión general y muy esquemática del reinado de Alfonso VI y
de sus relaciones con su vasallo, Rodrigo Díaz de Vivar. Probablemente sea
necesario un estudio en profundidad de muchas de las actuaciones o
decisiones del monarca, que fue capaz de soñar el nacimiento de una nación
que, por la unión, alcanzó las más altas cotas de poder y proyección mundial.
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