El tiempo
de Fernando I y su hijo Alfonso VI trajo aire de cambio a una sociedad ya
de por sí cambiante.
-Acaba
de morir Almanzor, el azote de la cristiandad, y los musulmanes se
disgregan.
-Desaparece la dinastía astur-leonesa.
-Hay cambios constantes en las fronteras.
-El asunto de las repoblaciones se hace prioritario.
-Comienza el resurgimiento de las ciudades, que crecen en las tierras
conquistadas a la vera del Camino, vía no solo de peregrinos, sino también
de artesanos, comerciantes y novedades culturales. Estas urbes son
prácticamente mercados, eso sí, salpicados de innumerables iglesias y
monasterios. León, la sede de la corte y capital del reino, podría contar
con unos 2.000 habitantes. Santiago y Oviedo 1.500 y Burgos 1.000. La
población probable del Reino de León andaría por un 1.500.000 de almas.
-Tímidamente, van apareciendo artesanos y comerciantes, en una economía
eminentemente rural, controlada por los magnates, eclesiásticos o laicos, y
por algún pequeño propietario.
-La Hacienda Pública se abastece de los impuestos que el conde, el merino o
el sayón se encargan de cobrar en forma de caloñas (multas), portazgos,
peajes, fonsaderas, anubdas (exención de guardias), mañerías (derecho del
rey a quedarse con la herencia del que muere sin herederos),
confiscaciones, parias, pagos de moros y judíos –la judería leonesa pagaba
500 sueldos de oro al año-, las obligatorias sernas (trabajos para el rey)
y el mercado que, en León, se celebraba los miércoles (cuarta feria) y que
era una buena fuente de ingresos.
-La sociedad estaba compuesta por:
Nobles,
bien por nacimiento o por galardón regio.
Alto
clero, equiparable en todo a los nobles.
Caballeros, hombres que podían mantener un caballo y sus armas.
Campesinado
formado por: Hombres buenos, o pequeños propietarios libres; Hombres
de behetría, que
buscaban
voluntariamente la protección de un señor; Campesinos, que formaban parte
de la tierra.
Siervos,
por nacimiento o captura.
Libertos, o siervos liberados.
Mozárabes, que llegaban del Al-Ándalus trayendo su arte y cultura.
Judíos,
que habitaban generalmente en las ciudades y se dedican a profesiones
liberales.
En
este contexto social se desarrolla la vida de nuestros personajes.
Sancho
III Garcés El Mayor de Navarra, padre de Fernando, busca ampliar sus
fronteras a costa de Castilla. Para contentarlo de alguna forma, Sancho, el
conde castellano, le da a su hija mayor, Munia, en matrimonio y, al propio
tiempo, para equilibrar poderes, casa a otra de sus hijas con nuestro joven
Vermudo III, sacándole además la promesa de unir en matrimonio a la infanta
Sancha con el heredero castellano, García, elevando el condado a la
categoría de Reino.
El
movimiento político era perfecto, pero no estaba de acuerdo con los deseos
de Sancho de Navarra o con los sentimientos de venganza de los Velas,
familia que había tenido problemas con los castellanos y que ahora estaban
refugiados en León. El asunto fue que, cuando el bello y joven conde García
se llegó a León a conocer a nuestra infanta, fue muerto a las puertas de
San Isidoro, aún San Juan -13 de mayo de 1029-, residencia que era de
Sancha como señora del Infantado.
Se
ha sospechado, y yo creo que con razón, de la intervención de Sancho de
Navarra en el hecho, pues la muerte de García le dejó en las manos el
condado castellano como herencia de su esposa. Lo cedió enseguida a
Fernando, su hijo segundón, y consiguió para él, además, la mano de Sancha,
que había quedado compuesta y sin novio, y la promesa renovada de Vermudo
de convertir el condado en reino, más las tierras, en eterno litigio, del
Cea y el Pisuerga. La boda se celebró en el 1032.
Pero
lo que realmente ambicionaba Sancho era León, y con él el derecho de
llamarse Emperador, título que, sin que sepamos muy bien por qué, sigue
unido a la ciudad. Y pronto veremos a Vermudo en Galicia y a Sancho en
León, titulándose sin empacho “Rey Emperador”. Pero, apenas unos meses
después, sin que tengamos explicación clara de los hechos, Vermudo vuelve a
aparecer como rey de León, anexionándose además Palencia y las tierras del
Cea y el Pisuerga.
No
puede Sancho discutir al leonés sus posesiones, pues acaba de morir, pero sí
su hijo Fernando, quien se le enfrenta en Tamarón en 1037, con el resultado
de la muerte de nuestro jovencísimo monarca, con quien desaparece la
dinastía astur-leonesa. En el estudio de los restos que se ha llevado a
cabo en el Panteón de Reyes de San Isidoro, se ha creído reconocer al rey
en los huesos de un joven, con heridas en el cráneo, la zona ilíaca y las
piernas.
El
22 de junio de 1038, Fernando es ungido en Santa María por el obispo
Servando. Comienza para él una difícil etapa de dieciséis años, en la que
debe pacificar a los magnates que no lo aceptan y hacerse con sus
voluntades. Pero, aunque no lo quieran a él, sí que aman a su esposa, de
quien dice Lucas de Tuy: “nos menos que él (Fernando) estudiada en
semejables costumbres y llena de sabiduría…era fecha partícipe del reino…”
Por
tanto, el navarro, quien empieza por respetar los fueros dados por su
suegro Alfonso V y las leyes visigóticas, ayudado como hemos visto por su
esposa, acaba por ser aceptado. Del matrimonio nacieron cinco hijos, que criaron
conforme a los usos y costumbres del reino, olvidando el origen navarro de
su padre y su primer título.
Entretanto,
García de Navarra, al igual que su padre Sancho, vuelve sus ojos a León y,
bien porque envidiara la posición de su hermano, bien porque temiera por su
propio reino, viendo el buen entendimiento al que habían llegado leoneses y
castellanos, desoyendo los consejos de Domingo de Silos, presentó batalla a
Fernando en Atapuerca, el 1 de septiembre de 1054. Algunas crónicas dicen
que Fernando no deseaba hacer daño a su hermano, pero que los leoneses no
habían perdonado la muerte de su querido rey Vermudo. También se dice que
García no era precisamente amable y que algunos de sus señores aprovecharon
el momento para vengar humillaciones. El hecho fue que el navarro murió en
la batalla y que, allí mismo, Fernando proclamó rey de Navarra a su sobrino
Sancho.
Al
año siguiente, 1055, se celebra el Concilio de Coyanza. Fernando no solo se
ocupa de defender las fronteras del reino. Corren vientos de reforma en la
Iglesia, propiciados sobre todo desde la Abadía de Cluny, en Francia, y el
leonés quiere, él también, evitar abusos y corregir hábitos poco apropiados
para el clero, como el de portar armas, cohabitar con mujeres, asistir a
banquetes de bodas…y volver a tomar antiguas y mejores costumbres, como la
de que los presbíteros y diáconos deban saber, al menos, el Padre Nuestro y
el Credo.
Una
vez estabilizado el reino, el monarca, siempre ayudado por su mujer, de
quien dice el Tudense: “aparejaba para él, entre mientras, caballos y armas
y todas las cosas que eran necesarias”, comienza la Reconquista. Primero en
tierras de Portugal –Lamego (1057), Viseo (1058)-. Después se propone
aislar a Navarra, Aragón y Barcelona para continuar la Reconquista él solo.
Para ello toma varias plazas del alto Duero y algunas de Guadalajara en el
1060, consiguiendo, al propio tiempo, parias de Badajoz, Zaragoza, Toledo y
Sevilla.
Es
Sevilla la que, en 1063, se niega a pagar. Fernando reúne un gran ejército,
que detiene en Mérida, seguramente para dar tiempo al sevillano a pensar lo
que se le venía encima. Enseguida vemos al rey moro cargado de regalos a
los pies de Fernando, quien, entre otras cosas, le pide los restos de Santa
Justa para la nueva iglesia que Sancha se ha empeñado en construir sobre la
vieja de barro, levantada por su padre Alfonso V. Sancha, detrás del “El
Velo”, como yo quise imaginarla y como nos asegura el cronista: “Así era
sujeta al varón, que era fecha partícipe del trabajo del reino…”, ya había
conseguido de Fernando que revocara su primera orden de ser enterrado en
Oña a su muerte, y se comprometiera a hacerlo con los reyes leoneses, en el
Panteón que ella deseaba instalar en la nueva iglesia.
Alvito
y Ordoño, obispos de León y Astorga respectivamente, viajan a Sevilla, con
el encargo de traerse a Santa Justa, algo que resultó imposible, por lo que
San Isidoro, compadecido seguramente de los leoneses, se apareció en sueños
a Alvito, indicándole el lugar de su enterramiento y asegurándole que él
estaría encantado de venirse a León.
El
la Navidad de 1063, con grandes celebraciones, se consagró y dotó a la
nueva iglesia, que enseguida se convirtió en centro de trabajo y estudio.
Aprovechando la presencia de importantes señores, se reunión la Curia Regia
o Cortes Generales, para dar a conocer el testamento del rey. A Sancho le
deja Castilla; a Alfonso, de quien se dice es su favorito, León; a García,
Galicia; A Urraca y Elvira, el señorío de los monasterios del reino, como
infantas que eran de León. El Infantado había sido creado por Ramiro II
para su hija Elvira. Su sede estaba en el monasterio de San Pelayo, unido
al de San Juan, que ahora se había convertido en San Isidoro.
Con
los asuntos en regla, o al menos así debió de creer, el rey emprende la
conquista de Coimbra (1064) y, al año siguiente, marcha contra al-Mutadir
de Zaragoza, que se había negado a pagar las parias.
Resuelto
el problema, aprovechando quizás el viaje, pone cerco a Valencia,
derrotando en varias escaramuzas a los moros, de quienes se burlan las
crónicas: “Turba inexperta y despreocupada, marchaba como perdiz en
rastrojo, con chulesco contoneo de cintura y pesado tafanario...”.
En
este momento, el monarca se siente enfermo y levanta el cerco para venir a
morir a León. Tenemos una detallada descripción de sus últimos días, que
dedica a pedir perdón y a desprenderse de sus pertenencias, dejando en
manos de Dios su reino: “El que de tu mano recibí como don, goberné tanto
tiempo como plugo a tu libérrima voluntad. Ahora te lo devuelvo…”
En
una impresionante ceremonia, que convertía al penitente en muerto para la
sociedad, de modo que si hubiera sobrevivido a la enfermedad, no habría
podido reinar –al menos en teoría-, hizo penitencia pública y falleció el
martes, 27 de Diciembre de 1065, y su cuerpo fue inhumado en suelo leonés,
en el recién estrenado Panteón de Reyes, como había sido su deseo, pero
sobre todo el de su esposa Sancha, como el mismo asegura y admite: “Inspiró
Dios en nuestros corazones, especialmente a la servidora de tu casa, mi
esposa Sancha…”
En
su tumba, como en la de la mayoría de los varones, se grabaron una a una
sus hazañas. Cuando, dos años más tarde, fallece Sancha, solo se la
recuerda por los hombres de su vida: “Aquí descansa Sancha, reina de toda
España, esposa del gran rey Fernando, hija del rey Alfonso, el que repobló
León”
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