Aquí
reposa Urraca, reina de Zamora, hija del rey Fernando el magno. Ella
amplificó esta iglesia y la enriqueció con multitud de donaciones. Y
porque amaba a San Isidoro sobre todas las cosas en este mundo, se consagró
a su servicio. Murió en la era de MCXXXVIIII (1101). Yace oculta en este
túmulo la noble Urraca. ¡Ay! Guarda este sepulcro la gloria de España. Tuvo
por padre al gran rey Fernando y por madre a la reina Sancha. Mil ciento
una vueltas había dado el sol a contar desde la encarnación del verbo.
En el
primer año de este milenio se cumplió el aniversario de la muerte de
esta mujer que, a pesar de haber vivido en un mundo de hombres, marcó una
época y el futuro de toda una nación. Urraca, hija mayor de Fernando I y
Sancha, murió en el 1101, a los sesenta y ocho años de edad, dedicando toda
su vida al reino que debió corresponderle por derechos de primogenitura y
que le fue negado por su condición femenina.
Vermudo
III, un niño de nueve años, sucede a su padre Alfonso V, quien, a su vez,
había sido declarado rey con poco menos de cinco. No fue fácil el reinado
del joven monarca. Sus propios señores, enfrentados entre ellos y con la
corona, le creaban constantes conflictos y, fuera de sus fronteras, una
poderosa personalidad se cernía sobre todos los reinos cristianos. Sancho
III el Mayor de Navarra, extendía poco a poco sus redes sobre las tierras
próximas, bien a través de matrimonios, como el suyo propio con la hija de
Sancho de Castilla, o en oscuras maquinaciones que, aunque no han sido
probadas, como es el caso de la muerte del heredero castellano, hacen que sospechas
bastante fundadas se centren en su persona, ya que a él solamente
correspondieron los beneficios derivados de dicha muerte.
Esta
parte de la historia está tan envuelta en la leyenda que es difícil saber
dónde comienza una y termina la otra. Sancho de Castilla deseaba afianzar
sus fronteras con alianzas conseguidas por matrimonios. Así, había casado a
su hija Munia con Sancho de Navarra y ya tenía concertado el matrimonio de
García, su heredero, con Sancha, infanta de León. Las Crónicas nos hacen ver
a un gallardo muchacho marchar ilusionado al encuentro de su prometida. Va
contento con su suerte. Le han asegurado que la infanta es hermosa y
prudente y, sobre todo, ella es la llave que le va a permitir entrar en la
ciudad regia, que guarda para todos los reinos cristianos el aroma de los
añorados godos. Desde los altos del monte sacro de los antiguos, divisa el
brillo de las torres de monasterios y palacios. Es la hora de la puesta del
sol y sus últimos rayos doran las piedras, haciéndoles parecer joyas.
Se adelantan los condes y obispos a recibirlo. El rey está en las Asturias,
pero ya ha dejado dicho que, hasta su vuelta, el huésped sea tratado como
si ya perteneciese a la familia real. Los elegantes leoneses lo conducen
hasta la llanura de Trobajo. Allí debe plantar sus tiendas, pues no estaría
bien visto que, hasta que el compromiso esté firmado, la pareja se cobije
bajo el mismo techo. Esa noche habrá cena de bienvenida y mañana, al
amanecer, misa en San Juan y después justas, celebraciones, banquetes...
Hubo
amor aquella velada en las pestañas de Sancha y en los movimientos toscos
de García. Se separaron con trabajo. Sancho de Navarra, quien se había
ofrecido a acompañar a su cuñado, casi tuvo que empujarlo hacia la puerta
para llevárselo...
Después
de una larga noche, la cabalgada impaciente hasta las puertas de San Juan,
atravesando las callejas, que a uno y otro lado muestran edificios nuevos o
en construcción, pues los leoneses quieren devolver a su ciudad el brillo
que las frecuentes algaradas moriscas le habían arrebatado. Ante la
iglesia, la placita, brillante de sol de mayo, los recibe alegre. Ya llega
la infanta. García desmonta y saluda. Ella hace lo propio y, antes de que
sus manos se toquen, cabalgadas furiosas irrumpen en la plaza. El ruido de
espadas sustituye a los rumores galantes y la sorpresa de los Velas se
impone y García cae herido de muerte en los brazos de Sancha. No le queda a
la infantina más consuelo que hacer labrar la imagen de su prometido en el
cementerio real, escribiendo en piedra su historia para que el futuro no lo
olvide: “H.R. Infans Domns Garzia, qui venit in legionen, ut acciperet
Regnun et interfectus est a filiis Velae Comitis”
Era
el 13 de mayo de 1029. Ya está servida la leyenda, pero a Sancho de Navarra
eso no le interesa. Inmediatamente pide para sí el condado de Castilla,
que, como heredera, corresponde a su esposa Munia; y la mano de la
infanta leonesa para su hijo segundón, Fernando. Ahora sí que comienzan a
hacerse realidad sus sueños. Ahora ya está un poco más cerca de la ciudad
imperial.
Pronto
busca una disculpa para enfrentarse a Vermudo, y el joven rey ha de huir a Galicia,
dejando León en manos del navarro. “Regnum Imperium rex Sancius in
Legione”, reza un documento del año 1034. No obstante, poco pudo disfrutar
Sancho del imperio, ya que su muerte, acaecida al año siguiente, vuelve a
colocar a Vermudo en el trono leonés. Y ahora sí, ahora es el joven rey
quien no está de acuerdo en que las tierras del Cea, que, junto a las
castellanas, su padre había dejado a Fernando, pertenezcan a su cuñado, y
la guerra vuelve a estallar entre ellos. El 4 de septiembre de 1037, en el
encuentro de Tamarón, los castellanos acaban con el futuro de la dinastía
asturleonesa, y el jovencísimo Vermudo muere en la batalla, a causa de
terribles lanzazos recibidos en la cabeza, en la zona ilíaca y en las
piernas. Sus huesos, conservados en el Panteón de Reyes de San Isidoro de León,
nos hablan de su coraje en el combate y de sus dolores en la muerte.
Comienzan los
trabajos de Fernando para tomar posesión de la herencia de su esposa.
Parece ser que el conde Fernán Laínez se hizo fuerte en la ciudad,
negándose a aceptar como rey a un navarro, conde castellano, para mayor
infamia. El rey no perdió el tiempo y, con la ciudad cercada, tomó el
antiguo Camino de Santiago y marchó sobre Galicia para dominar las tierras
del noroeste. A continuación, la pareja es aceptada en Asturias, lo que
debió de ocurrir antes del 10 de mayo de 1038, ya que hay un diploma con
esa fecha, en el que el conde sigue figurando como único gobernante en
León: “Imperante comité Fredinando Flaíniz in Legione”. Entre ese día y el
22 de junio de 1038, bien fuera por pactos, o por enfrentamientos bélicos,
León se somete a Fernando y Sancha, que, como reyes, firman ya un documento
el día 21 en el que se declara que “...todos los varones de Castilla y León
se reunieron aquí, unidos como si fueran uno solo y roboraron y
confirmaron...”
Se
enfrenta Fernando con una etapa de más de dieciséis años, en que su
principal preocupación será la pacificación del reino y su aceptación por
toda la nobleza. Es un momento de grandes cambios, no solo a nivel
político, sino demográfico y de formas de vida, tanto laicas como
religiosas.
La
agricultura, fundamentalmente de secano, tratada primitivamente, comienza a
diversificarse gracias a los conocimientos que los mozárabes traen consigo,
tal es el caso de la noria y la rueda hidráulica dentada. Los cultivos
se amplían y aumenta el trigo, centeno, hortalizas, viñas y también el
ganado vacuno y ovino y con él, la leche, el queso y la mantequilla. Los
bosques son también centros de riqueza y las gentes aprovechan la caza, la
leña, la miel, la cera y las bellotas, que engordan sanos y sabrosos
cerdos. Aparejado al aumento de los alimentos, crece la población, que a su
vez reclama tierras donde asentarse.
En
este momento, conflictivo pero lleno de buenas perspectivas, nace Urraca,
aproximadamente en el año 1033. Hubo de sufrir, por tanto, a pesar de su
corta edad, los conflictos de sus padres para instalarse en el trono. En
los años siguientes vienen al mundo sus cuatro hermanos, quienes, por
expreso deseo de sus padres, participan, dentro de lo posible, según sus
edades y aptitudes, en el gobierno del reino y, a pesar de ser niños,
aparecen firmando documentos, como integrantes que son de la familia real.
Es de suponer que los varones fueran educados en las armas y las mujeres en
las labores que el mantenimiento de un hogar, sea choza o palacio, llevan
consigo, aunque queremos imaginar, y así parece ser por sus inteligentes
formas de pensar y actuar, que ambas jóvenes fueron partícipes de las
enseñanzas de maestros, clérigos probablemente, que les trasmitirían la
cultura propia de la época.
Cuando
el Magno parece estar estabilizado en su reino y su mirada comienza a
volverse hacia tierras de moros para cumplir con su obligación de jefe
conquistador, García, su hermano mayor, a quien había correspondido el
gobierno de Navarra, no ve con buenos ojos la suerte del segundón y, al
igual que su padre Sancho, empieza a codiciar la ciudad regia.
Tanto
la Crónica Najerense, como la Silense, nos hablan de un intrigante García y
de un paciente Fernando. Es muy posible que ni uno fuera tan feroz y
soberbio, ni el otro tan benigno y humilde, y que las hostilidades
estuvieran causadas por asuntos de fronteras y, qué duda cabe, por enfrentamientos
de poder. El caso que sí parece cierto es que Fernando, en el último
momento, hizo un intento para evitar la batalla y envió a dos embajadores
de la talla de Domingo, abad de Silos, e Íñigo, abad de Oña. Nada pudieron
conseguir los emisarios y el encuentro se concertó para el día primero de
septiembre de 1054. Los leoneses aún recordaban la participación de
García en la muerte de su querido rey Vermudo y, además, parece ser que los
magnates del navarro estaban más que hartos de su arrogancia y malos modos.
Tal vez la suma de estos factores, o simplemente la superioridad, o la
suerte, dieron la victoria a Fernando y la muerte a García. El leonés se
ocupó personalmente del traslado de los restos de su hermano a la iglesia
de Santa María de Nájera, que él había levantado y enriquecido y, en el
mismo campo de batalla, proclamó rey a su sobrino Sancho Garcés a quien tan
desgraciado destino esperaba en el despeñadero de Peñalén.
Ahora
sí. Ahora puede Fernando ocuparse de tierras de moros y en el año de 1057
conquista Lamego y al siguiente Viseo, donde los leoneses pueden sacarse la
espina de la muerte de su rey Alfonso, “el de los buenos fueros”, padre de
Sancha y abuelo de Urraca, quien había fallecido frente a sus murallas, el
10 de agosto de 1028.
No
detiene el Magno en ningún momento sus correrías y conquistas, pero su
mayor logro para la historia es sin duda el inspirado por su esposa Sancha,
quien, deseosa de conseguir un panteón real, decide levantar un templo en
piedra en el mismo lugar que ocupa la iglesita de San Juan, de barro y
paja, que ha estado dando cobijo a sus rezos durante años. El reino
crecía en importancia. Las parias, que comenzaban a llegar de las taifas,
lo enriquecían y qué mejor empleo para los dineros de los musulmanes
que la construcción de un templo cristiano.
En
el año 1063, con motivo de la consagración de la nueva iglesia se hicieron
en León grandes festejos. Agrandado el acontecimiento, si cabe, porque el
propio obispo de Sevilla, Isidoro, al no aparecer los restos de Santa
Justa, se había molestado en mostrarse al obispo Alvito, para asegurarle
que no le importaría cambiar sus cálidas tierras del sur por las gélidas
leonesas. Se enriqueció la iglesia con tesoros sin cuento y, a su sombra,
artesanos, canteros y evorarios, trabajaron sin descanso para engrandecer
la joya del Camino.
Es
este momento de celebraciones y alegrías que el rey aprovecha para, delante
de todos los obispos y magnates del reino y de muchos de los vecinos, dar a
conocer su testamento.
Para
Sancho, su primogénito, serían Castilla, las Asturias de Santillana hasta
la cuenca del Arlanza, y por el oeste hasta el Pisuerga, más las parias de
Zaragoza y el vasallaje del rey de Navarra. Alfonso, el segundo de los
varones, y al decir de muchos el favorito, León, Oviedo, el Bierzo con
parte de Galicia y el curso superior del Duero y las parias de Toledo. Al
pequeño, García, le correspondería Galicia con parte de Portugal, desde
Coimbra al golfo de Vizcaya y las parias de Badajoz y, por último, en
palabras del Tudense: “...Y dio también a sus fijas Orraca y Geloria todo
el Infantazgo, con los monasterios que auia hedificado...”
Todavía
tuvo tiempo Fernando de tomar Coimbra, el 25 de Julio de 1064, después de
seis meses de asedio. Un año más tarde, el 27 de diciembre, moría
cristianamente el gran rey, dejando pendiente la repoblación de la
Extremadura del Duero, sueño que su hijo Alfonso retomaría y casi vería
cumplido por completo.
Con
nuestra mentalidad actual cuesta trabajo entender el empeño de los reyes en
dividir el reino entre sus hijos, cuando las viejas crónicas y su propia
experiencia les enseñaban que el paso inmediato era el de tratar de reunir
de nuevo las tierras. Y así fue en este caso. Aunque Sancho parece ser que
no aceptó el reparto desde el primer momento, se mantuvo en tensa espera
durante el tiempo de vida de sus padres, orientando su agresividad hacia
Zaragoza en 1066, para reclamar las parias que, a la muerte de Fernando, la
ciudad se había negado a pagar, y en 1067 en un enfrentamiento con sus
primos de Navarra y Aragón, en la llamada “Guerra de los tres Sanchos”.
Pero una vez desaparecida Sancha en 1067, comienzan las hostilidades, que
es muy posible partieran de este príncipe, el cual, como todos sus
antecesores, había puesto sus objetivos en la ciudad imperial. Su hermano
García parecía tener muchos problemas para pacificar su reino. Esta baza
era barajada por Sancho, quien daba tiempo a que la situación se hiciera
insostenible. Pero Alfonso le ofreció pronto una buena disculpa para
justificar sus iras. Bien fuera por debilidad o porque los problemas
internos se lo impedían, García había dejado de percibir las parias de
Badajoz sin hacer nada al respecto. El leonés no estaba dispuesto a
permitir que los reyes de taifas vieran una debilidad en los cristianos y
en el 1068 atacó por su cuenta a al-Mutawakkil, adjudicándose las taifas
pendientes.
Al
año siguiente el desorden en las tierras gallegas es tan grande que el
obispo de Santiago es asesinado impunemente.
Alfonso,
acompañado de su querida hermana y consejera Urraca, se desplaza a Tuy para
asistir a la restauración de la catedral, con la presencia de magnates,
obispos y abades leoneses. Es muy probable que este viaje, realizado el 13
de enero de 1071, fuera aprovechado para pacificar a los gallegos,
evaluando al propio tiempo la situación y las posibilidades de García.
Conciertan
luego una entrevista con Sancho, su esposa Alberta, y los condes
castellanos, acompañados esta vez por Elvira, quien sin dejar de lado por
completo la política, que, como ya dijimos en otro lugar, es un asunto
familiar, asemeja preferir el retiro y el gobierno de sus monasterios, como
así lo acreditan multitud de diplomas conservados.
Aunque
las relaciones entre los dos reyes no debían de ser muy cordiales, pues ya
habían tenido un enfrentamiento armado en Llantada, parece ser que, en este
momento, llegan a una especie de acuerdo y Alfonso permite el paso de las
tropas de Sancho, quien, impetuoso como siempre, decide atacar a García y
repartir sus tierras, en la primavera de 1071.
Pero
las ambiciones del primogénito iban mucho más allá de conseguir una parte
de un reino que ni siquiera lindaba con el suyo y, en enero de 1072, en
Golpejera, ataca y hace preso a Alfonso. Coronándose a sí mismo rey de
León, porque el obispo se niega a hacerlo.
Y
ahora sí que el papel de Urraca deja de estar en la sombra y su figura toma
un absoluto protagonismo. En primer lugar, calma las iras de los magnates y
clérigos leoneses que se niegan a aceptar a Sancho, hasta el extremo de
ignorarlo al redactar documentos oficiales, o llegar a citar a Alfonso,
aunque en las fechas de la redacción estuviera ya en el destierro. La
infanta contiene a sus caballeros, pues no quiere poner en peligro la vida
de su hermano. Busca la ayuda de Hugo de Cluny y ambos son capaces de
convencer al rey de que permitir al preso irse a Toledo será interpretado
por los nobles leoneses como un gesto de buena voluntad, aparte de
conseguir alejar de la corte a algunas de las más poderosas familias, entre
ellas la de los Ansúrez, quienes, sin duda, acompañarán a su rey al
destierro, mermando así el número de opositores.
Consigue
Urraca su propósito y Sancho autoriza a Alfonso a viajar hasta las tierras
de al-Mamún. Este es el momento esperado por la infanta. A la cabeza de los
obispos, abades y magnates leoneses, como los Ansúrez, los Alfonso y los
Flaínez, se hace fuerte en Zamora, negándose a acatar a Sancho. Elige esta
plaza porque su situación estratégica le permite estar en contacto con
Toledo, León y Galicia.
De
nada valieron las ofertas o las promesas del primogénito, quien intenta por
todos los medios contentarla. Urraca se mantuvo firme en su negativa.
Quizás no solo por amor a su hermano favorito, sino por conocimiento
profundo de los dos hombres, que le hizo ver con claridad cuál sería el más
conveniente para los intereses del reino, que, al fin y al cabo, eran
sus propios intereses.
La
ira de Sancho no tarda en hacerse voluntad y cerca la ciudad, buscando su
rendición en el agotamiento y el hambre. El asedio se prolonga por varios
meses, llevando a los sitiados al límite de su resistencia.
Es
entonces cuando la leyenda vuelve a tomar para sí el protagonismo de la
historia. Surge una figura, de cuya existencia se duda, quien, por un
supuesto amor a la princesa, decide acabar con su suplicio y da muerte a
Sancho de forma alevosa, después de haberse introducido en sus filas. Según
la Crónica General: “...Et Vellid Adolfo allegose alla con el, et quandol
vio estar daqeulla guisa, laçol aquel venablo...” Eran los primeros
días del mes de octubre de 1072.
La responsabilidad del asesinato recae inmediatamente sobre la protagonista
de la resistencia, la infanta Urraca, la cual, en este asunto como en
algunos otros, no pudo contar con el apoyo de Elvira, a quien no se
menciona para nada en esos difíciles momentos. La enérgica princesa suscita
amores y odios. Así, el Cronicon Compostellanum dice que fue “Urraca, mujer
de gran prudencia”, y la 1ª Crónica General asegura “...y la infanta Urraca
como dicen las historias era muy entendida dueña”, en contraposición al
epitafio que, un monje de Oña grabó en el sepulcro de Sancho: “Su hermana,
mujer de ánimo cruel, le despojó de la vida...”
A
la infanta no parecen afectarle ni insultos ni halagos y centra su acción
en hacer venir inmediatamente a Alfonso desde Toledo, al tiempo que se
preocupa de convocar a los magnates, obispos y abades del reino, de forma
que el 17 de noviembre recibe al rey “...y tomó su consejo con ella como
hacer allí su hacienda”, rodeada de los nobles y el episcopado leonés,
gallego y buena parte del castellano. Todos los presentes aceptan al
monarca como: “Adefonsus serenissimus rex”
No
está claro si la Curia Regia se celebró en León o Zamora. La Crónica
General se inclina por la segunda opción:
“...Et el rey don Alffonso, auido su consejo con ella (Urraca) enuio sus
cartas por toda la tierra que uiniessen alli a fazerle uassallage...”
Probablemente en agradecimiento a la fidelidad de la ciudad.
El
mismo día 17 de noviembre ya otorga un diploma en favor de los peregrinos,
eximiéndolos del peaje del castillo de Antares. Lo firman, junto con
Urraca, los obispos de León, Astorga, Palencia, Oviedo, Braga, Dumio, Lugo,
Orense e Iria. Lo confirman también los condes Vermudo Ordóñez, Pedro
Ansúrez, Pedro Peláez, Martín Alfonso, Munio González y González
Salvadórez. Igualmente el armiger regis Gonzalo Díaz y el maiordomius Tello
Gutierrez. También algún clérigo, pero ningún otro magnate que no alcanzara
el título de conde.
La
celebración es iniciada por Alfonso con un solemne acto de acción de
gracias, porque Dios le había restituido su reino: “Laudo y glorifico nomen
eius qui ausert et mutat regna et honores, qui umiliat potentes et erigit a
terra inopes...”
Está
claro que la mayoría de los obispos, abades y magnates aceptan a Alfonso
como rey inmediatamente. En cuanto a Castilla, y aquí vuelve a tomar su
lugar la leyenda, en la realidad, aunque algunos sospecharan que los dos
hermanos habían participado en la muerte de Sancho y que, además, por otra
parte, el juramento exculpatorio era una práctica habitual en el S XI, es
muy poco probable que los nobles castellanos, en su mayoría de poca
entidad, junto con una serie de pequeños infanzones, fueran capaces, no solo
de atreverse a enfrentar al rey, sino a las poderosas familias que lo
respaldaban. La prueba de que Alfonso no tuvo mayores problemas con
Castilla es que el día 8 de diciembre de 1072, el monarca, junto con
Urraca, se encuentra en San Pedro de Cardeña, centro de gran poder
económico, jurisdiccional y político, haciendo una concesión.
El
18 de diciembre, en una permuta realizada entre los monasterios de Cardeña
y de San Millán de la Cogolla, los escribas plasman la fórmula: (¡¡¡)
“Regnante rex Alfonsus in Castella et in Legione et in Gallecia.
Pocos meses más tarde, en abril, esta vez en León, vuelve a aparecer (¡¡¡)
“regnante rex Adefonso in Legione, et in Castella uel Gallecie...”
Es
más, cuando, aconsejado de nuevo por Urraca, recibe a García, quien,
enterado de la muerte de Sancho, se llega desde Sevilla para reclamar su
reino, Alfonso lo encarcela en Luna, por expreso deseo de la infanta, que
no quiere nuevos derramamientos de sangre. Ninguno de los magnates
gallegos, o de cualquiera de las otras tierras, dice una palabra en su
defensa.
No
olvida Alfonso a quien debe su trono y su querida hermana Urraca lo
acompaña constantemente, sufriendo interminables e incómodos viajes para
intervenir en los asuntos de la corte, ayudando con su consejo a la toma de
las difíciles decisiones que el gobierno de tan extensos territorios, sin
duda, traería consigo. Así, vemos su firma el 16 de junio de 1074, junto a
la de la reina Inés y la infanta Elvira, algunos obispos y condes y ocho
“seniores” entre los que figura Rodrico Didaz.
Más
tarde, el 8 de Julio de 1074, las dos infantas, junto con su hermano, donan
al obispo Simeón la Iglesia de Santa María de Gamonal. Lo confirman tres
obispos, ocho abades, dos condes castellanos y una serie de señores, entre
los que vuelve a incluirse el Cid. Aparecen también las dos hermanas en el
documento de arras de Rodrigo que se firma el 9 de julio de 1074. De nuevo
el 26 y 27 de marzo de 1075... Y así una larguísima lista, hasta casi el
final de sus días, como el diploma que tenemos del 25 de enero de 1100, en
Castrifruela. Acababa de morir la reina Berta, y Urraca, junto con las
hijas del monarca, sigue acompañándolo en el dolor. Y muy pronto,
porque la edad de Alfonso apremia, volveremos a encontrar a la infanta en
un nuevo viaje. Su elegante y firme rúbrica aparece el 3 de mayo de ese mismo
año, haciendo donación del monasterio de Santa María de Cavia a la catedral
de Pamplona. Firman con ella los obispos de Braga, Burgos, León y Palencia,
y el mayordomo real. Es muy posible que este desplazamiento tuviera por
motivo traerse una nueva esposa para Alfonso. Así, hasta los últimos
momentos de su vida, estuvo junto a los grandes problemas del reino. Los éxitos
del monarca, que fueron muchos, correspondieron sin duda a los propios
objetivos de Urraca. En algunos casos, el rey se limita a seguir el camino
iniciado ya por su padre, como en el asunto de las complicadas
repoblaciones de la Extremadura del Duero, o en la explotación de las
parias. Pero las metas de Fernando se superaron con creces. El Camino se
vio convertido, gracias a las obras de infraestructuras, donaciones y
control de bandidos, en la vía de entrada de nuevos conocimientos,
artesanos y gentes de todas clases, que se afincaron en nuestro suelo,
ayudando a su recuperación y engrandecimiento. Consiguió la plena
independencia del reino de León de las necias pretensiones del papado y la
conquista de Toledo marcó una nueva frontera, que los almorávides no fueron
capaces de cambiar.
Las
últimas derrotas de Alfonso, la muerte de su heredero Sancho y la propia
muerte del rey y los dolores que llevaron consigo, fueron ahorrados a la
infanta. Me pregunto a veces si la historia se habría escrito de igual modo
si ella hubiera vivido.
Mi
deseo, y con él, estoy segura, el de todos, de un eterno descanso para esta
mujer, que tanto amó a su tierra, que ahora es la nuestra.
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